miércoles, 6 de enero de 2010

1 Una lágrima en el pañuelo

Paul no soltaba su mano y ella se quería marchar... El tren lanzaba vapores mezclados con humo. Aquello era un ir y venir de gente en plena estación de Córdoba... Teresa soltó una lágrima y le dijo que no se llamaba Mary. Paul le dijo: yo me llamo Domingo.
- Aún así, Paul, no trates de entenderme, soy demasiado complicada y poco o nada previsible. Los silogismos conmigo se convierten en sofismas… Y sobre todo y ante todo quiero y debo ser leve.
Mary soltó su mano y Paul cerró el puño para retener aquella calidez; como si algo fuera suyo ahora; como si el corazón de aquella mujer se hubiera quedado impregnado en la palma de su mano y viviera en ella durante unos segundos. Aquellos labios, fresas en una película en blanco y negro, le decían el adiós más definitivo. Un final esperado
porque Paul, hombre cabal, sabía de las fronteras de la amistad.
El silencio empañó la estación. Mary dejó el pañuelo en el suelo para que el viento se hiciera cargo de toda la soledad y subió al tren. Pero la despedida no podía ser definitiva, porque lo que dejaba a medias jamás cesaría de rondar en su cabeza. Las ruedas de la vida se movían con el tren, y con ellas el corazón de quien lo deja todo en Córdoba.
Lejos, en la distancia, un niño corría detrás de un pañuelo.

Paul y Mary.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me han encantado los cuatro, la verdad es que amamos la vida no porque estemos acostumbrados a ella sino porque estamos acostumbrados al amor.
Namyra