viernes, 26 de noviembre de 2010

Clases de español

Siempre llegaba puntual a las clases de español que impartía a un variopinto grupo de inmigrantes. Eran a una hora muy temprana de la tarde, y la mayoría de los que acudían al aula eran chicos varones. Cuando Mary hizo los cursos de voluntariado de la Cruz Roja, le advirtieron que debía mantenerse al margen de la problemática social del alumnado (que para eso habían otras divisiones) y centrarse en dos cosas: hacerse respetar, y no vacilar nunca ante el objetivo para el que se había presentado voluntaria, que era el de enseñar español. Había muy poca gente, por no decir casi nadie, dispuesta a realizar esta labor de forma desinteresada. Mary contaba con su ilusión y una voluntad férrea, pero desconfiaba de su capacidad pedagógica, y no se sentía satisfecha debido a la poca atención que le prestaban los alumnos. En sus clases siempre había un murmullo de fondo, también se escuchaba algún que otro bostezo y, cuando no, un atronador ronquido que desataba la risa general.
Pero esa tarde, a Mary todo le iba a resultar muy diferente... Para evitar el molesto charloteo, decidió separar a los compañeros del mismo idioma; pero el remedio fue peor que la enfermedad, y ahora se hablaban a voces. Empeñada en cumplir, al menos, uno de los objetivos que se había trazado para ese día (nombrar el parentesco directo), acabó gritando en medio de la clase: "Tengo dos hermanos y una hermanaaaaaa". La última palabra pronunciada había mutado a un horroroso gallo que salió, sin permiso alguno, y convirtió el aula en una jauría de carcajadas y golpes en la mesa. Sin voz, miraba uno a uno a los chavales, que, divertidos por su expresión de estupefacción, alargaban más el jaleo. Algunos se habían incorporado y saltaban como fieras en cautividad. De repente, sobre su mente en blanco, una revelación: "la música amansa a las fieras". Recordó que llevaba en el coche un CD que le había regalado una Editorial, con canciones tradicionales españolas, así que, decidió que la clase podría continuar con una canción popular: "La Tarara".

Salió del aula y cuando volvió con el CD, Mary reunió todas sus fuerzas para imponer de nuevo el orden. Decidió centrarse en el estribillo de la canción -lo que menos dificultad tenía- "Tarara sí, Tarara no…" Cuando empezó a sonar, ella acompañó el estribillo haciendo gestos para que todos hicieran lo mismo, a lo que respondieron gustosos. Viendo que la cosa funcionaba, apagó el aparato para que fueran los muchachos los que cantaran solos "la Tarara sí, la Tarara no…". Sonaba sin acentos extranjeros...Todo se apaciguó con esas dos frases y una melodía hipnótica que aunaba a criaturas tan diversas. Mary pensó satisfecha “cantamos el estribillo de La Tarara y acaban de un plumazo las diferencias y las guerras gramaticales..., todos parecen estar de acuerdo y bien avenidos”. Le habría gustado estar cantando lo mismo hasta el final de la clase, hasta el final del curso. Comenzaba a relajarse después de tanto estrés y corría un airecillo muy agradable en aquella tarde tormentosa de septiembre, que la empezaba a liberar del sudor.

No tardó mucho en percatarse de que, por primera vez desde que comenzara a enseñar español, se había producido un silencio sepulcral en la clase, a la vez que todos esos ojos, fijos en ella, la miraban con una expectación inusitada. Pero, pasados unos minutos, el aula se volvió a desmadrar, también sin motivo aparente… Los causantes de la algarabía eran dos chavales de color que se habían puesto unas grandes bolas de papel debajo de sus camisetas, a modo de pechos, y hacían unos exagerados ademanes de señorita repipi que ella no entendía.

Fue cuando, disimuladamente, se miró de reojo el pecho y descubrió con pavor que llevaba la camisa completamente desabrochada, mostrándolo en toda su magnitud. Intentó abrocharla con rapidez, pero veía como, uno a uno, los botones se iban desprendiendo y cayendo al suelo ante el regocijo general. Poseída por un ataque de locura, se quitó la camisa, la tiró y salió corriendo del edificio con tan sólo el sujetador que, en ese momento, descubrió que no era suyo, sino el de su hermana, dos tallas menor, un Wanderbrá (modelo este que ella nunca usaba ya que no era necesario dada su natural exuberancia).

Ofuscada con la idea de desaparecer de allí y que nunca más la vieran aquellos bárbaros, cogió el coche y salió a toda marcha. Sólo cuando se bajó de el vehículo pudo percatarse de que había llegado a un pueblo cercano y que unos pensionistas sentados en la puerta de un bar la señalaban haciendo comentarios jocosos…¡No llevaba puesta la camisa! Nuevamente el sudor recorrió todo su cuerpo. Necesitaba cubrirse con lo que fuera y al ver que al final de la calle había una estación de servicio, se tapó con la esterilla del coche, entró en ella y compró una camiseta Cepsa bajo la atenta mirada del dependiente.

De regreso a la ciudad, se escuchó a sí misma cantando un estribillo que no se había ido en todo ese tiempo de su cabeza, rallada como estaba: "La Tarara si, la Tarara no…" ¿Quien sería esa tarara tarada? se decía. Era la canción más detestable que había escuchado en su vida, aunque tuviera el mérito de haber sido cantada al unísono, y con buen acento, por toda la Torre de Babel.

Sudorosa, paró ante el semáforo y bajó la ventanilla del coche. Tenía la mirada fija en el foco rojo, cuando notó un pinchazo en el cuello. Era la fría punta de una navaja:

-Tú, muguerr, darrme todo, y camiseta también -le dijo una voz juvenil con acento ucraniano.

-Imposible -dijo ella-, no, ya no, ahora sí que no… ¡Esto no está pasando!

Nuevamente empapada en sudor, se dio una enérgica palmada en el cuello y abrió los ojos de par en par. El picotazo del mosquito casi en la línea de la yugular la había devuelto al mundo de los vivos. Todavía aturdida y sumamente agradecida al insecto -que yacía aplastado entre sus dedos- por haberla despertado de aquél horror de siesta catatónica, miró el reloj y vio que llegaba tarde a la clase. Se vistió con lo primero que encontró a mano y salió de estampida…Mientras arrancaba el coche observó que sobre el asiento de al lado había dejado olvidados unos libros de texto de la Editorial Hachetta junto con un CD de propaganda de esa misma editorial:”Cancionero Popular Español” En ese momento, notó que empezaba a sudar a chorros, e inasequible al desaliento intentó sonreír, pero sólo acertó a decir: ¡Dios!

Otto, Buscador y Sirena

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