Desde 1998 escribo un cuento de navidad. Es una promesa que hice a mis compañeros enfermos de cáncer, a sus familiares y a quienes nos apoyaban para que hiciéramos una pausa en nuestro dolor y miráramos otros dolores con los que debíamos solidarizarnos. Algunos de aquella época, que quisimos tanto y compartimos tanto a través de internet, fallecieron. Otros sobrevivimos. Yo me pregunté durante mucho tiempo por qué yo había sobrevivido. Ahora no sé porqué pero sí para qué.
Con este cuento de navidad os felicito a creyentes y no creyentes, amigos y amigas que os llevo en el corazón.
Un abrazo
Pepe.
No había lugar para ellos en el mesón como no hay lugar hoy para muchas personas en sus propias casas de las que son lanzados porque han perdido su puesto de trabajo y no pueden pagar la mensualidad de su hipoteca. Haber perdido su puesto de trabajo no ha dependido de su voluntad. Otros han jugado juegos de casino con el pan de los pobres y los pobres han perdido. Mientras unos pierden su casa otros se enriquecen con su desgracia.
No había lugar para ellos en el mesón como no hay lugar
hoy para muchos en su propio país, jóvenes que tienen que emigrar porque
ladrones de guante blanco les han robado el futuro, jóvenes sin preparación y jóvenes
científicos, investigadores, arquitectos, ingenieros, que el país ha formado
con los impuestos de todos y cuyos conocimientos disfrutan gratis otros países.
No había lugar para ellos como no lo hay para las
prostitutas explotadas por proxenetas, tiradas medio desnudas en las
carreteras, para los extranjeros molestos, para los adictos a las drogas, esos
jóvenes caídos como pajaritos en las trampas que les ponen quienes se
enriquecen con su candidez al creer todavía que hay paraísos artificiales en el
consumo compulsivo. No pueden parar.
No había lugar para ellos como no lo hay para los nuevos
mendigos, el que se sienta en el portal de enfrente, que no pide, con su
maletón al lado mientras lee en un libro electrónico, un mendigo nuevo o ni
siquiera mendigo, un excluido del sistema que todavía no ha aprendido a
extender la mano o a poner un pañuelo en el suelo con unas monedas ni ha
escrito un letrero contando la miseria de su dolor por unas monedas.
No había lugar para ellos como no lo hay hoy para los
jóvenes del 15M que con las nuevas leyes ni siquiera podrán exigir justicia. Los
que hicieron las leyes querrán que se lo piensen dos veces ellos, los yayoflautas
y los de la PAH. Habrán de hacer las manifestaciones en su casa y manifestar su
disidencia entre las cuatro paredes de su habitación, si la tienen, o si no,
bajo un puente cuando nadie los vea.
No había lugar para ellos como no lo hay en la sanidad
para los inmigrantes o como no lo hay en los colegios de élite para los niños
de los suburbios o como no los hay para los pacientes de enfermedades raras
porque no son rentables para las farmacéuticas o como no los hay en las
aseguradoras privadas para los enfermos que quieren suscribir una póliza de la
que la enfermedad, al menos por un tiempo, es excluida o como no lo hay en los
grandes almacenes y en los templos del consumo para quien no lleva dos billetes
de cincuenta euros en el bolsillo.
A pesar de que no había lugar para ellos en el mesón, el
niño nació.
En este mundo tan disparatado algo debería nacer. Se
merecen los excluidos, jóvenes y viejos, las mujeres que cargan con grandes
fardos de dolor, que nazcan un nuevo Jesús, un Mandela que acaba de morir, un
papa Francisco que dure el tiempo necesario, un Gandhi, un Martin L. King, alguien
así que avergüence al poder democrático que obedece, en lugar de a sus
electores, al oscuro poder ciego del dinero que nos gobierna, esta plutocracia
que sustituye a la democracia como las sombras del anochecer oscurecen la
hermosa luz que hubo al mediodía. Mientras tanto, se puede vivir todavía con
este dolor y nadie apagará las ansias de justicia para los que no hay lugar en
el mesón. Nadie.
José Ramírez
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