Dormía con la mirada prendida a la pared, sujeta a conjeturas que le
atormentaban en ese maldito lado de la cama, dando vueltas y más vueltas a las
últimas palabras de él. No sentía el fresco que las cortinas dejaban entrar al
dormitorio, ni el ladrido de unos perros del vecindario. La sospecha de una
infidelidad iba inundando su corazón de plastilina, empezando por aquel cabello
rubio de melena dorada de hacía unas semanas…y siguiendo por su avanzada
edad para retar a su hombre por un tema tan
sórdido como un lío de faldas. Los
celos hervían como en agua en el café; oscuros presentimientos le acechaban con
sabor a traición, cuando puso toda la carne en el asador por no perderlo. Qué
sería de su futuro cuando la soledad y la vejez, el desamor y la piel mustia
acosaran el dormitorio donde tantas veces lo sintió y tantas veces le confió
sus secretos. Qué sería de los cajones
donde guardaba los años de caricias enquistadas, los álbumes de infancia de los
niños, las fotos de familia en vacaciones. Dónde encerrar con llave su
entelequia de ser en otro una unidad. Recapacitaba en las palabras dichas de un
pasado cercano, revisaba gestos de Álvaro
en los desayunos, así como en los rituales de acicalado ante el espejo, pequeños
signos de haberse abierto un punto y aparte en la relación.
Pero ahora necesitaba valor y
determinación. Las uñas raspaban las sábanas como si fuera su piel, como si la rabia quisiera instaurarse bajo
las uñas, ya sin pintar, y las sábanas blancas anodinas fueran la espalda de
ese hombre tan amado, que ahora parecía echar a volar, de un nido que ella
construyera con desvelos, con paciencia, y con afán.
A gritos aterradores, las
pesadillas la acosaban. Quien la escuchara en el módulo creería que la estaban
matando. Tenía convulsiones y vomitaba bilis llena de un dolor fantasma. Al fin
y al cabo era su historia particular. Como la de tantos enfermos mentales en
aquel psiquiátrico, donde un pajarillo
triste y feo se empeñaba en cantar cada mañana tras los cristales. La
enfermera de noche entró, alarmada, en la habitación, y ella le gritaba a la
oscuridad de sus pensamientos un:¡¡NO ME QUIERE!! . Mientras Susana le
administraba un sedante para que durmiera bien por la noche, Laia no podía aferrarse más que a la imagen
de una foto que empezaba a atesorar un leve color sepia, de ella, vestida de
princesa para su comunión, tomada de la mano por su padre. La única que guardaba
en el cajón de su mesita de noche de la amorfa habitación donde estaba recluida.
Ya hacía diez años de su
internamiento y los médicos se asombraban de la poca mejoría a pesar de los
últimos tratamientos, mientras ella se moría de pena, dolor y de celos. Sólo sonreía cuando el pajarillo cantaba
mirando hacia ella. Se permitía recordarse entonces, a sus siete añitos, junto a “colorín”, el
jilguero de su casa, jugando ambos en el balcón de un pueblo, con vistas al mar.
Albada Dos y Buscador.
Ha sido un gusto acompasar los pasos de las letras, las ideas y las metáforas en este rato.
ResponderEliminarLo dicho, un placer. Un abrazo y feliz finde
Qué relato tan bueno habéis hecho!!
ResponderEliminarY esa criatura sólo puede agarrarse a su foto de infancia ,ya de color sepia,y recordar el canto del pájaro tras su ventana...
Y aún se atreven a llamar locos a los que lo pasan tan mal,a los que no llevan vendas ,ni la cabeza en las manos...
Besucos a ambos
Gó
Vaya giro de la historia. Un beso
ResponderEliminarEnhorabuena a los dos, esta genial.
ResponderEliminarBesos para dos