Encontré las sandalias en una vieja tienda entre dos callejones que no figuraban en ningún mapa. El cartel, medio consumido por la herrumbre, apenas susurraba un nombre ilegible. Al cruzar el umbral, un aroma a cuero añejo y salvia seca me envolvió como un conjuro.
Las
sandalias, de cuero opalino y trenzas imposibles, yacían sobre un cojín
de plumas de ibis. El anciano que las custodiaba tenía ojos como
relojes de arena y voz de piedra pulida.
—Son para caminar entre instantes —dijo sin que yo preguntara—. No tallan camino, sino tiempo.
Me reí. Él no.
Las probé. Al cerrar la hebilla, el mundo se deshilachó como un telar viejo. Me hallé en mi infancia, en un jardín donde el viento olía a tiza mojada y madreselva. Di otro paso, y estaba en el futuro: mi reflejo era el de un anciano de blanca barba, leyendo a la sombra de un roble que aún no había nacido.
Cada zancada desataba un recuerdo o premonición. Caminé por amores que nunca viví, ciudades que aún no existen, errores que aún no he cometido. Todo estaba ahí, latiendo en las suelas. Intenté volver a la tienda. No había callejón. Ni anciano. Ni mundo como lo conocía.
Ahora, camino sin rumbo por cronopaisajes imposibles: un desierto donde llueven relojes, una biblioteca sumergida en el año 3012, una caverna donde el eco repite decisiones que aún no tomo. Las sandalias no se quitan. No se desgastan.
Y yo, sin quererlo, soy una viajera del tiempo involuntario, errante entre los dobleces del cuándo. A veces, añoro los días en que mis pasos solo me llevaban adelante, no adentro.