Las campanadas de la iglesia oscurecían aun más el día. Los pájaros cruzaban el cielo para huir de la lluvia y de aquél repicar que anunciaba una nueva muerte. El día estaba tan frío y gris como su alma. Su vejez era ya una cuenta atrás imparable, un paso más hacia el final. Llevaba el traje humedecido por el chaparrón. Abrió la puerta del armario y justo allí estaba la ropa de su mujer. La soledad era esto, pensaba. Recuerdos que hieren como alfileres en el alma y empañan la mirada con gotas de agua de mar. Mirar hacia cualquier rincón era volver al pasado. La habitación estaba llena de continuos recuerdos cargados de soledad y silencios; los gritos por una enfermedad que desde el principio anunciaba la palabra muerte.
Abrió un cajón y encontró los envases de las patillas que ella tomaba al acostarse. Revolvió toda la casa buscando cualquier indicio que le recordara al verdugo que mató a su mujer. Agarró una bolsa de basura para verter en ella los medicamentos, radiografías, informes médicos... y la llenó de rencor.
Salió a la calle en dirección a un contenedor de basura con cara de pocos amigos. Mantenía la bolsa alejada de su cuerpo apretándola con fuerza estranguladora a cada paso que daba. Como si en ella llevase atrapada la enfermedad, le lanzaba toda clase de improperios y maldiciones que le venían en mente. Cuando llegó al contenedor la estrelló contra el fondo con odio. Al sufrimiento sólo se le puede odiar.
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